Siempre intento explicarle a mi mente que lo que no es como queremos no debería envenenarnos el alma. No hay peor forma de sufrir que hacernos creer que venimos al mundo a ser complacidos por el destino, cuando en realidad el destino solo complace a la suerte, y por mera casualidad, a veces la suerte tiene ideas parecidas a las nuestras. Quizás la vida ni siquiera sea una cuestión de metas logradas, sino de saber mantener la esperanza en algo que nos acerque a ser quienes deseamos. Lo que me intriga es saber a dónde va todo ese amor que entregamos sin razón, sin condición y sin destino. Por más que intente permanecer en algún lado, si la suerte no lo elige, se disipa en el tiempo, transformándose en olvido para otros y en dolor para nosotros. ¿Qué sucede cuando el amor se convierte en dolor por no ser bien recibido? ¿Somos capaces de amarnos a nosotros mismos y perdonarnos por no saber gestionar la ira irracional que surge de nuestro ego herido? ¿Por qué nuestro ego es más grande...
Mi habitación está cada vez más vacía. Ahora solo dejo lo que uso, lo que necesito, lo que no me molesta ver. Soy una obsesiva del orden; si fuera por mí, tiraría la cama por la ventana, el placard y la mesa de luz también. ¿Para qué quiero todo eso si nada de lo que tengo acá me hace sentir menos sola? Me molesta tanto el desorden que prefiero no tener nada. Capaz, sin darme cuenta, busco que la habitación se mimetice conmigo, como si mi caparazón de camaleón tratara de camuflar las carencias de mi alma con las de mi alrededor. A veces pienso que mi alma duerme sola en una habitación fría, sin almohadas, sin sábanas, ni frazadas. Tal vez, incluso, está tirada en el piso, en esa madera vieja y oscura que siempre digo que voy a encerar y nunca lo hago. Pienso que al piso le falta brillo, y a mí me faltan ganas de dárselo. Puede que mi corazón esté tan opaco como ese piso, y que mi pieza no sea más que el reflejo de lo que me falta. No quiero habitar espacios vacíos, pero tampoco sé cómo...