Estuve esperando este día mucho tiempo. Hoy es un momento especial para mí, porque significa que dejé de tener miedo de desaparecer de un mundo tan frío y frívolo como este. No busco la muerte, y mucho menos huyo de ella, pero ya no me asusta la idea de dejar que se enfríe todo lo que dejo atrás si me entrego al infierno. Quién sabe, quizás allá, en donde se encuentra el olvido, hay mucha gente que ya no le teme a estar sola, porque simplemente renacieron como almas nuevas, navegando libremente en lo que antes se consideraba pecado.
La realidad es que ya no tengo miedo de dejar arder todo lo que desconozco de mí. Allá en la tierra, todo el mundo cree que vive la vida como si no hubiera un mañana, pero yo creo que viven en el mañana como si no existiera un hoy. Estoy cansada de la gente que le teme al fuego, al calor de estar vivo. Ya no busco mitigar el fuego que esconde mi piel, porque cuando siento algo, lo siento en el alma. Lo siento en el cuerpo, vibrando y quemándome las entrañas. Siento a flor de piel todo lo que pasa por mis ojos y mi cuerpo, y cuando encuentro gente que arde, no me importa generar un incendio.
Me dejo rozar por el viento con tal de sentir que algo me aviva, a pesar de que, por momentos, siento que podría matarme. Estoy tan agradecida de sentir esa fiebre en mi cuerpo, una fiebre que no me deja enfriarme aunque viva en un mundo congelado lleno de tibios. Ellos, por no dejar salir la llama que llevan dentro, se arman una armadura con todo el frío que los rodea para sentir que todavía son dueños de un mundo que en realidad no les pertenece. Contagian su frialdad a quienes no tienen la suficiente fuerza de asumir que la fiebre arde y quema, pero sin duda, peor es morirse a causa de un corazón congelado.
Por eso, he decidido vivir así: con el corazón encendido y el alma tentada a escaparse al infierno. Porque, aunque tengamos que morir para sentir la calidez, prefiero morirme encendida y que la muerte nos separe de todo aquello que se niega a encenderse.
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