Fue curioso llegar a un punto en mi vida en el que caminaba por la calle y, de repente, cada cosa que mis ojos capturaban me llevaba a un viaje emocional. Era como si todo estuviera conectado a recuerdos y personas que se cruzaron en mi camino, y esa conexión visual iba más allá de lo estético. Esos momentos estaban ligados a experiencias que, de alguna manera, me moldearon y convirtieron en la persona que soy ahora.
Cuando las cosas simples me llamaban la atención por sus colores o formas, estaba apreciando la estética. Pero había algo más profundo cuando me detenía en esas cosas con una mirada que tenía un trasfondo emocional. Era entonces cuando me daba cuenta de que esas experiencias visuales despertaban memorias que nunca pude olvidar. Podían ser fuentes de alegría, como el verde armonioso de una plaza, o de melancolía, como ver un objeto que solía asociar con alguien especial.
Pensaba en esos pequeños placeres, como disfrutar la espera previo a comer con alguien especial o el aroma del café en una cafetería. Pero también había momentos que me dolían, como encontrarme con algo que me recordaba a alguien que solía ser parte de mi vida. Al principio, podía intentar evitar esos lugares, pero con el tiempo aprendí que era parte de mi historia, aunque ya no formara parte de mi presente.
Era fascinante cómo esas experiencias visuales moldeaban mi día a día y me acercaban a ser quien era. Reflexionaba sobre lo que solía hacer parte de mi historia, y cuando ya no lo era, me dolía. Al principio, podía ser tentador evitar esos caminos llenos de recuerdos, pero con el tiempo comprendí que todo eso que hacía ya no definía a la persona que era en ese momento.
Y luego estaba ese fenómeno de las "señales de una sentencia anunciada". Era cuando me detenía en cosas que me interpelaban, pero no sabía exactamente por qué. Mi mente y mi corazón intentaban descifrar, pero había un miedo a ahondar y descubrir una verdad incómoda. Recuerdo que antes de enfrentar esa sentencia anunciada, me obsesioné con los árboles y su corteza. Ver cómo se desprendía lentamente, revelando la piel nueva y lisa del árbol, me hacía pensar en mi propia vulnerabilidad.
Era como si mi mente estuviera advirtiéndome, diciéndome que no me estaba cuidando lo suficiente. Asociaba ese cuidado del medio ambiente con el cuidado hacia mi propio cuerpo. La corteza que se caía simbolizaba exponer mi alma, volviéndola vulnerable a algo que podría pudrirme por dentro. Pero, como la piel se regenera, también tenemos la capacidad de recomponernos.
A veces, era difícil mantener esa impermeabilidad emocional, pero debemos encontrar formas de preservarla tanto como sea posible. No dejar al alcance de todos nuestra vulnerabilidad es crucial. Al final del día, así como en los árboles la corteza se cae y en los humanos la piel se corrompe, también se recompone. Y ahí está la belleza de todo: en la capacidad de sanar y renacer.
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