Hay una luz cerca mío que me endulza el oído y me narra sus cuentos más deslumbrantes. Me cuenta sus pesares y la forma en la que aprendió a vivir con ellos. Me narra sus locuras y se alegra cuando me río de ellas. Me anima a ser responsable y también me deja ser impredecible. Me cuida como nadie y también me deja ser libre. Me quiere con todo su corazón y conoce mi sensibilidad.
Cuando dudo de mí, me invita a soñar que estoy volando para que vea desde arriba todas las huellas que fui dejando en los lugares que pisé. Se esfuerza por mantenerme cuerda y al mismo tiempo acepta que tengo mis momentos. Desde que la conocí es una luz que se fue encendiendo con cada sacrificio y cada grandeza. Es una mujer imponente, generosa y luminosa como la luna, pero lo que la diferencia de ella es que no le hace sombra a nadie a pesar de su inmensidad. Esa luz es mi mentora y la voy a llevar eternamente conmigo. Porque aún titilando a lo lejos al igual que una estrella, sé que no es de las fugaces, porque quiere que cumpla mis deseos sin delegar mi responsabilidad como sedentario de la comodidad de quien anhela pero se limita. Sé que su luz permanecerá alumbrando en cualquier panorama debido a todo lo que me enseñó, pero a veces, inocentemente sueño con quedármela para siempre y hasta diría que de forma egoísta, deseo poder verla cada día aún más grande.
Aunque también soy consciente de que el día que sea tan enorme como nunca, será el día en el que más voy a extrañarla. Intenta calmarme alegando que siempre estará conmigo guiándome, pero que inevitablemente, si el azar de la vida no nos traiciona y sigue su curso natural, tendré que acostumbrarme a la idea de que, como el destino lo precede, algún día llegará el momento en el que el tiempo nos volverá ciegos a los ojos del otro. Pero a pesar del dolor que vendrá a partir de eso, esa ceguera será la razón por la cual cada vez que me toque el corazón se sentirá como si hubieran dos latidos al unísono: el suyo y el mío.
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