Me encuentro embriagada de verdades, y el transcurrir del tiempo, marcado por los shots de realidad o botellas de uva estacionada que he consumido, solo confirman la intensidad de la experiencia. Cada año que se suma a mi historia es como añadir un galón de botellas de vino a mi recorrido vital. No pretendo imponer ideas moralistas acerca de la necesidad de vivir eternamente sobrios o mantenernos inocentes, ya que eso, en sí mismo, resulta tan imposible como antinatural.
A medida que el reloj avanza, los golpes de realidad se convierten en testigos mudos del crecimiento que nuestra madurez emocional tiene la responsabilidad de asumir. Por cada shot, por cada copa, se celebra un brindis por la muerte de la sobria inocencia que dejamos olvidada en el pasado. Es como aquella vez en la niñez cuando descubrimos que Papá Noel no existe, un momento en el que algo se quiebra dentro de nosotros, y, al mirar al cielo, nos preguntamos qué parte de nosotros fue tan ingenua como para creer que mirando las estrellas pasarían renos que llevarían a un viejo cargado de regalos.
La llegada de la Navidad y el Año Nuevo, nos invita a reflexionar de manera inevitable. Las flechas de estas fechas festivas siempre remueven fibras sensibles, generando una amalgama de emociones que oscilan entre la nostalgia, la incertidumbre y la reflexión profunda. ¿Acaso no es un fenómeno deliciosamente paradójico que, mientras nos sumergimos en la alegría festiva, también nos enfrentamos a la melancolía? Las luces parpadeantes y los villancicos nos envuelven en una suerte de burbuja temporal donde el pasado y el presente colisionan, y nos vemos compelidos a evaluar nuestras vidas.
Así, la inocencia perdida parece más evidente durante estas celebraciones. Nos convertimos en niños nuevamente, pero no en el sentido de la ingenuidad inicial, sino en la contemplación de las pérdidas y ganancias a lo largo de los años. La creencia en Papá Noel se transforma en una metáfora de nuestras propias ilusiones, y al igual que al descubrir la verdad sobre el viejo barbudo, cada revelación nos obliga a confrontar nuestras expectativas y a ajustar nuestra percepción del mundo.
A medida que avanzamos en la vida, cada año se suma no solo a nuestro historial, sino a la construcción de nuestra propia mitología personal. La madurez emocional se convierte en un proceso continuo de asimilar verdades, de brindar por las despedidas de la inocencia, y de aprender a apreciar la belleza compleja de la existencia, incluso cuando se celebra en medio de las festividades que, paradójicamente, nos recuerdan tanto lo que hemos ganado como lo que hemos perdido.
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