No sé si mi condena siempre ha sido no encontrarle sentido al olvido, o si esa ha sido mi mayor virtud. Es raro de explicar, porque soy consciente de que me invade la angustia cuando la memoria de mi piel recuerda tu tacto, o cuando mi mente se inventa un eco que se parece a tu voz, como si aún pudiera escucharte.
A veces, quisiera que mi piel y mi mente enfermaran de Alzheimer, para olvidar de una vez y para siempre que alguna vez fuiste tan complaciente. Esto significaría poder hacer de tu ausencia un triunfo que ya no duele en lugar de una herida no cicatrizada. También entiendo que parece tan difícil creer que al enfermar, podría salvarme de la pena.
El recuerdo se alimenta de nostalgia para revivir, como si aquello que creíamos que era felicidad en el pasado, no fuera el resultado de las cicatrices que aún arden con descaro en el presente después de tanto tiempo. A veces, estas viejas heridas nos atan la piel a la rutina y nos tapan los oídos al susurro de nuevas promesas.
Quizás es absurdo no encontrarle sentido al olvido y deberíamos aferrarnos a él para superar ausencias, pero sin embargo, no podemos negar que esta memoria es nuestra conciencia. Ella es la única razón por la cual aprendimos y crecimos. La memoria de nuestra piel es como un maestro severo que nos enseña con dolor y cicatrices las lecciones que la vida nos pone frente, y que solo a través de ellas nos volvemos más sabios y selectivos.
Nuestro cuerpo se vuelve inteligente cuando elige no olvidar, y al mismo tiempo, nuestro corazón se vuelve fuerte porque la memoria de los que ya no están se transforma en una fortaleza inquebrantable, que nos permite aprender de la nostalgia y jamás querer volver al pasado. La piel no extraña a desconocidos, quizás solo extraña la calidez que alguna vez experimentó. Y debido a la incapacidad de olvidar, no solo recuerda la calidez, sino que también recuerda el momento en que la indiferencia comenzó a llevarse el abrigo que nos cubría del frío.
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