Tuve la oportunidad de amar tan profundamente que incluso sentía que mi alma estaba en manos de otra persona. Ante otros ojos, revelé una desnudez desvinculada de lo meramente corpóreo; una desnudez mucho más íntima que permitía a esa mirada verme tal como soy, con mis temores, vicios, dolencias, anhelos e incluso mis más profundos secretos.
Luego llegó la desgracia inevitable, aquella que inició cuando dejé de ver esos ojos como héroes y comencé a percibirlos como antagonistas, especialmente cuando noté que poco a poco se apagaban al mirarme. Intentaban ocultarse en la oscuridad, evitando cualquier contacto visual a toda costa.
Pienso que quizás él sabía, pero esperó a que el tiempo hiciera su colaboración y diera sentido a esas falencias que atravesábamos, porque todos sabemos que el tiempo y la mirada son mucho más sinceros que las palabras y acciones.
A veces, también, la rutina diaria nos desplaza ligeramente de la verdadera esencia de lo que sentimos realmente, y aunque sabemos que nos estamos moviendo en automático, no podemos parar porque los días habitúan una velocidad que es peligrosa. Es como si fuéramos en un auto, pasando los cambios lentamente, esperando llegar al punto muerto, y en ese punto es donde se revela que en todo este tiempo solo estábamos tratando de frenar porque sentíamos que no estábamos yendo por el camino correcto o dejamos de sentirlo. Con esto viene la culpa y la carga de llevarnos a todos por delante, y no es fácil.
A veces frenamos en seco para evitar cargar la culpa, pero de alguna forma, por más que lo intentemos, cuando frenamos en seco también terminamos parando a todos los que vienen detrás también. Lo que intento expresar es que, tanto si el tiempo y la verdad avanzan lentamente como si lo hacen de manera abrupta, el dolor persiste de igual manera porque, volviendo a la metáfora anterior, nunca estamos preparados para terminar un viaje en el que el paisaje se sigue disfrutando y, por más señales de tránsito de desvío inminente que veamos, todavía la velocidad nos hace sentir ligereza.
Nos aferramos a la idea de llegar, sin tener en cuenta que quizás la persona con la que compartíamos el viaje ha cambiado de destino mucho antes que nosotros. Por eso, cuando viajamos acompañados, debemos estar atentos a las señales, y sobre todo, mirar que el cielo no esté lleno de cuervos. De ser así, solo queda frenar y dejar que se deboren los restos de lo que alguna vez parecía ser eterno.
El tiempo me demostró que ese alguien a quien yo le había permitido ver a través de sus ojos mi alma y mi esencia no solo era ciego, sino que ni siquiera intentaba aprender a leerme en braille y, lejos de querer sentirme o entenderme, con el tiempo, fue convirtiéndose en un extraño, aún compartiendo el mismo espacio. Era como si la sintonía que alguna vez se dio de forma natural se hubiera vuelto una lenta y dolorosa desconexión.
Después de este agónico proceso, es decir, cuando enfrentamos la desgracia de vivir el duelo por el apagón de esos ojos, la mayoría diría que era algo inevitable, que era cuestión de tiempo, necesario para el crecimiento y necesario para liberarse de la condena de amar sin medida a quien, para amarte, primero debía medir circunstancias.
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