Mi habitación está cada vez más vacía. Ahora solo dejo lo que uso, lo que necesito, lo que no me molesta ver. Soy una obsesiva del orden; si fuera por mí, tiraría la cama por la ventana, el placard y la mesa de luz también. ¿Para qué quiero todo eso si nada de lo que tengo acá me hace sentir menos sola? Me molesta tanto el desorden que prefiero no tener nada. Capaz, sin darme cuenta, busco que la habitación se mimetice conmigo, como si mi caparazón de camaleón tratara de camuflar las carencias de mi alma con las de mi alrededor. A veces pienso que mi alma duerme sola en una habitación fría, sin almohadas, sin sábanas, ni frazadas. Tal vez, incluso, está tirada en el piso, en esa madera vieja y oscura que siempre digo que voy a encerar y nunca lo hago. Pienso que al piso le falta brillo, y a mí me faltan ganas de dárselo. Puede que mi corazón esté tan opaco como ese piso, y que mi pieza no sea más que el reflejo de lo que me falta. No quiero habitar espacios vacíos, pero tampoco sé cómo...